Bajo la jacaranda

Planta un hijo, ten un libro, escribe un árbol.

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¿Por qué (no) escribir?

Esta entrada esta dedicada a Patricia Córdova a propósito de una pregunta que me hizo hace unos días.

Todos los que nos dedicamos al celoso oficio de la escritura hemos pasado por periodos de inactividad literaria, a veces contra nuestra propia voluntad. Pareciera sencillo de explicar o de entender pero en buena medida no lo es porque si lo pensamos fríamente, no hay una sola razón para dejar de escribir, incluso desde las sombras más siniestras.

Creé este blog hace un año pensando que sería fácil llenarlo de textos misceláneos durante los días sucesivos y con esa misma fe me embarqué en la empresa de prometerme a mí mismo no abandonarlo. El éxito de mi voluntad está manifiesto en la fecha de la última entrada de este blog, antes de esta. Casi un año pasó y no hallé, al parecer, sentido, causa o razón para depositarme un poco en este espacio y lograr mi original cometido. Y es estúpido porque cuando lo pienso en retrospectiva, no hubo ni una sola razón para escribir, pero tampoco para no hacerlo. Es decir: técnicamente daba lo mismo si escribía algo aquí o no. Y voluntariamente opté por la segunda opción aunque contraviniera mi deseo. Y eso es una reverenda idiotez. Pero estoy aquí para enmendarla.

Hace unos días una persona muy querida por mí, Paty, me preguntó que si aún escribía. Le dije que no y me preguntó, inmediata y obviamente, por qué. Me limité a decirle que porque no había podido. Pero eso es otra supina tontería porque no es que haya perdido la capacidad de escribir ni que realmente no pudiera hacer un espacio entre trabajo, cocina y Fortnite. La única respuesta válida era y es: porque no he QUERIDO.

Y la razón de no querer, creo, puede ser más dolorosa o molesta que cualquier otra. Porque implica reconocer en un espejo el hecho inequívoco de que uno, a posta, ha decidido abandonar el oficio que lo definió en otros años: ser escritor.

Esta vez no me haré falsas promesas ni ridículos pronósticos de resolver de una vez mi propia ausencia de carácter. Simplemente vengo a dejar aquí, del modo que mejor sé, la conciencia de mis propios fallos y mi deseo (no forzado) de enmendarlo.

Vine a escribir un rato.

Una hogaza de pan

México, 2020. Coronavirus, pandemia, confinamiento. El fastidio de no salir, de depender del delivery y de estar harto de comer lo que llega hasta la puerta porque ni de coña me lanzo al supermercado o a la recaudería o a la pandería. Ni lo mande Dios. Pasé de la comida de puestito y restaurante a la comida casera y a recuperar por obligación el viejo pasatiempo de cocinar. Divertido, sin duda, y apasionante. Pedí un wok por Amazon para hacer arroz estilo chino; desempolvé la freidora y le saqué los cachivaches al horno para poderlo usar regularmente. Casi, casi, el proceso típico de un millenial en pandemia. Y como buen millenial, gracias al influjo ineludible de las redes sociales, di con la magia del gluten.

Sucede que entre la campaña contra la obesidad y el embate a los productos procesados y los tres sellos del mal en los etiquetados comerciales, prácticamente comer era un riesgo. Y como soy celoso de la influencia mediática y un paranoico de los males colectivos, sabiendo que el pan de panadería no siempre está libre de aditivos y procesos dudosos, decidí que probaría hacer mi propio pan.

Aparentemente sólo necesitaba harina, agua, levadura y sal. Tiempo y un algo de paciencia. Así que me dije: “chingue su madre, jalo”. Y jalé. Mi amigo panadero, creador indiscutible de la Doncha, me dio las instrucciones precisas para hacer mi primer pan. Una receta un tanto compleja que incluía agua fría, vinagre, harina integral y lo que ya se sabe y, en unas horas, estaba yo partiendo mi primera hogaza de pan, amasada como pude, formada como me dio a entender la sagrada divinidad y horneado como mejor era posible con un horno de casa que no tiene vaporizador. No les diré que quedó muy rico, pero sí era mejor que la mayor parte de los panes conseguibles en mis alrededores. Y entonces me dije: “Ni en pedo vuelvo a comprar un pan en panadería”. Y lo he cumplido casi a cabalidad.

Con el paso de los días, me dio por hacer más experimentos y entre ellos, empecé a hacer barras de pan con diversos sabores según los polvos y aliños mágicos que tenía en casa. Y así, por andar de presumido, le regalé algunas piezas a mi familia. Y sorpresivamente, les gustó, tanto que me dijeron: “Oye, ¿y si nos vendes unas piezas?”. Y como soy un aventurado sin escrúpulos que difícilmente se raja de esa clase de desafíos, dije que sí, que claro que les vendía pan. Y bueno, ahí nació La Mandrágora, mi panadería virtual que se ha vuelto un oasis en mi vida y que me convirtió en panadero. Sí, soy panadero. Y todo por una hogaza de pan que provino de mi berrinche de no comer más bolillo correoso y pan dulce que se hace duro en seis horas.

De qué va la cosa

Muchas circunstancias de la vida me han traído siempre por los periplos de la escritura. Recientemente, ante el confinamiento necesario, tales rondines se han vuelto indispensables. En tiempos audiovisuales, la idea de escribir un blog me parecía tan absurda como osada y, por ello, la natural seducción del imposible me trajo por estos caminos.

Yo mismo no sé lo que vas a encontrar aquí y no puedo prometerte nada en particular. Lo que sí sé es que si te das una vuelta por aquí cada ciertos días, seguro hallarás algo con lo que entretenerte, enojarte o simplemente distraerte del denso trajín de los virus y las distancias.

Este no es el primer blog que hago, pero por ahora es el único que tengo, así que si me has leído en otros lados, por favor, sé discreto, que nadie quiere acordarse de aquellas vergüenzas adolescentes.

Et vale.

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