Como sin darme cuenta
el tiempo me pasó encima
y me hice viejo.
No viejo como un árbol
con su tronco milenario
aferrado fuertemente
a la tierra.
No como la montaña
que lo ha visto todo
y todo lo sabe
aunque nunca se mueva.
No como los ríos,
eternos viajeros de agua dulce
que lavan presurosos
las venas del mundo.
Viejo no como los mares
que lo tocan todo
y todo lo humedecen
como lágrimas guardadas
en oleajes de tristezas.
Como sin darme cuenta
el tiempo me pasó encima
y me sentí viejo.
Viejo como el papel
arrugado de un poema
olvidado entre las hojas.
Viejo como un sueño
incumplido, inacabado,
de un soñador cualquiera
que distrajo la meta
y su camino.
Me siento viejo como un vaso
de licor que, no apurado,
se añeja entre sí mismo
y se evapora.
Viejo como el agua
estancada y putrefacta
de un charco enmugrecido
e inocente.
Como el polvo acumulado
de una habitación vacía
y abandonada.
Me sentí tan viejo,
senil sin senectud y a veces
igual de entumecido
que decrépito.
Porque me pasó el tiempo
encima y sin saberlo,
y me creí viejo.
Viejo como el fuego
que abrasa todo y lo devora,
lo destruye.
Como el viento de invierno
sin memoria.
Como la luz de una vela en la mañana
ligera y temblorosa,
moribunda.