México, 2020. Coronavirus, pandemia, confinamiento. El fastidio de no salir, de depender del delivery y de estar harto de comer lo que llega hasta la puerta porque ni de coña me lanzo al supermercado o a la recaudería o a la pandería. Ni lo mande Dios. Pasé de la comida de puestito y restaurante a la comida casera y a recuperar por obligación el viejo pasatiempo de cocinar. Divertido, sin duda, y apasionante. Pedí un wok por Amazon para hacer arroz estilo chino; desempolvé la freidora y le saqué los cachivaches al horno para poderlo usar regularmente. Casi, casi, el proceso típico de un millenial en pandemia. Y como buen millenial, gracias al influjo ineludible de las redes sociales, di con la magia del gluten.
Sucede que entre la campaña contra la obesidad y el embate a los productos procesados y los tres sellos del mal en los etiquetados comerciales, prácticamente comer era un riesgo. Y como soy celoso de la influencia mediática y un paranoico de los males colectivos, sabiendo que el pan de panadería no siempre está libre de aditivos y procesos dudosos, decidí que probaría hacer mi propio pan.
Aparentemente sólo necesitaba harina, agua, levadura y sal. Tiempo y un algo de paciencia. Así que me dije: “chingue su madre, jalo”. Y jalé. Mi amigo panadero, creador indiscutible de la Doncha, me dio las instrucciones precisas para hacer mi primer pan. Una receta un tanto compleja que incluía agua fría, vinagre, harina integral y lo que ya se sabe y, en unas horas, estaba yo partiendo mi primera hogaza de pan, amasada como pude, formada como me dio a entender la sagrada divinidad y horneado como mejor era posible con un horno de casa que no tiene vaporizador. No les diré que quedó muy rico, pero sí era mejor que la mayor parte de los panes conseguibles en mis alrededores. Y entonces me dije: “Ni en pedo vuelvo a comprar un pan en panadería”. Y lo he cumplido casi a cabalidad.
Con el paso de los días, me dio por hacer más experimentos y entre ellos, empecé a hacer barras de pan con diversos sabores según los polvos y aliños mágicos que tenía en casa. Y así, por andar de presumido, le regalé algunas piezas a mi familia. Y sorpresivamente, les gustó, tanto que me dijeron: “Oye, ¿y si nos vendes unas piezas?”. Y como soy un aventurado sin escrúpulos que difícilmente se raja de esa clase de desafíos, dije que sí, que claro que les vendía pan. Y bueno, ahí nació La Mandrágora, mi panadería virtual que se ha vuelto un oasis en mi vida y que me convirtió en panadero. Sí, soy panadero. Y todo por una hogaza de pan que provino de mi berrinche de no comer más bolillo correoso y pan dulce que se hace duro en seis horas.
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