Planta un hijo, ten un libro, escribe un árbol.

Categoría: Miscelánea

Senderos que se bifurcan

Pensé muy seriamente si publicar esta entrada o no. Sucede que no estoy seguro de querer enfrentar lo que pongo aquí y escribirlo, me obliga.

Hace muchos años, casi ocho, tomé un sendero extraño que por entonces me parecía el “mejor camino posible”. Tomé muchas decisiones para ello, con sus dudas y sus miedos. Pero lo tomé.

Esa decisión se correspondía con todo lo que había planificado para mí mismo desde mi lejana adolescencia. Pensé que había encontrado el Santo Grial y que por fin iba a poder lograr todo lo que quería para mí. Y no puedo decir que no fue así, porque de algún modo, lo poco que duró siendo perfecto, lo fue por completo.

Pocos meses después empezaron las dudas. Yo mismo flaqueé en mis intentos de permanecer incólume ante ellas e intenté mimetizarme con ellas. Empecé a decidir voluntariamente cosas que habrían sido impensables para mi yo de hace nueve años.

No me siento orgulloso. Pude abandonar ese camino por lo sano en aquel entonces pero me detuvo un impulso que aún hoy no logro comprender. Una emoción casi infrahumana, casi vomitiva, atorada en el centro del corazón, donde echó raíces. Me convencí a mi mismo de que podía abandonar ese camino a voluntad, pero no fue así.

Muchas cosas pasaron y hoy, casi ocho años después, entiendo al fin mi posición. Me ha dolido mucho pensarlo pero creo que es hora de darme por vencido y abandonar de una vez esta senda que me lleva a ningún sitio. El sábado pasado mis peores temores se volvieron realidad y esa emoción que me perforaba las entrañas, se disolvió como agua en las manos del que la bebe. La ira apareció. Las ganas de romperlo todo, de desollarlo, de destruirlo. La duda razonable permanece, más como un hábito que como una razón. Me tengo que ir.

No puedo seguir este camino que me destruye. Y alguien tiene que dirigirse al otro lado de este sendero que se bifurca. Y tendré que ser yo porque este dolor, este sufrimiento, esta agonía fermentada por años, está a punto de terminar conmigo. Quedan pocos días. No sé qué pasará. No sé qué voy a hacer. No sé ni siquiera como aceptar que aquello que tanto pensé, era cierto.

Me tengo que ir.

A manera de justificación

Como un ejercicio escriturario he estado bocetando algunos versos con muy poco éxito. Quiero atribuir tal hecho a la falta de tiempo de calidad para elaborarlos. Pero eso es caer de nuevo en el problema original que me alejó de la escritura.

Ciertamente, marzo ha traído consigo algunas complicaciones entre laborales y personales que me han privado de oportunidades temporales. Por eso, no voy a desaprovechar esta pequeña ventana para ponerme un poco al día. Logré mi cometido de conseguir un dominio propio para mi blog y, aunque no pude traerme el otro acá, pude “empezar” de nuevo con esta idea.

La jacaranda es mi árbol favorito del mundo mundial. Había uno en mi patio cuando nací y fue mi compañero de infancia hasta que las ampliaciones de la casa nos orillaron a arrancarlo de raíz. No fue un evento poco importante: por el contrario, representó la primera pérdida emocional que experimenté en mi corta vida y que entonces me pareció abrumadora. Mi habitación quedó justo encima de lo que una vez fue un tocón con retoños (porque esa jacaranda la cortaron dos veces como si una no hubiera sido lo bastante tremenda).

Hace algunos años, con un proyecto editorial independiente que tenía con mis grandes amigos Mario y Agustín, publicamos un libro compendio de cuentos que titulé curiosamente Bajo la jacaranda y que representaba parte del calostro literario que había conseguido terminar pasada mi segunda adolescencia. Le tengo cariño al librillo porque pertenece a una época de mi vida que no pensé que se convirtiera tan rápido en memoria.

Cuando decidí migrar este blog, me autoplagié el título del libro porque ese concepto “debajo de mi árbol favorito” me sigue resultando un espacio seguro y sano, además de feliz, para escribir. Por lo tanto, aunque el concepto anterior de “El trastero” que justificaba mi desorden literario y le ponía cierto encanto al desastre, me sigue pareciendo útil, preferí decantarme por la certeza de un lugar que no existe y que resguarda mis ánimos infantiles por el sano ejercicio de escribir y pensar.

A manera de homenaje, este espacio lleva el nombre del lugar inexistente más feliz que recuerdo. Porque aunque doloroso el proceso, escribir sigue siendo de las cosas que más disfruto hacer.

Es cuanto.

Surco

A navegar tu cuerpo me invitabas
en ese sueño dulce y cristalino,
donde el sudor a este bajel cautivo
por tus escollos tiernos lo llevaba.

Fue tu candor sediento entre las aguas
causa final y espejo de delirio,
que entre las olas, viéndome cautivo,
me rescato a la orilla de la playa.

Y yo nadé tu oceánico deseo
Hasta el coral perlado de tus labios,
bajo la sal sonora de tu nombre:

fui de tu beso víctima y sendero,
y descendí hasta el cáliz de tu encanto
sobre el surco exquisito de tu abdomen.

Azul

Eres estrella naciente
de luz espesa y prohibida,
que triste y enardecida
la voz escondes doliente.

Tu piel es suma de lino
y un par de tibios rosales,
que ocultos y memorables,
tus ojos reinan divinos.

Tu cuerpo es manto de cielo,
y un viento vivo tu canto,
relámpago entre tus manos,
ocaso dulce y secreto.

Tu voz es tibio alimento
para estos necios oídos
que rondan en tu delirio
rompiendo a gritos el tiempo.

Tu suave elixir se apresta
y labio a labio se bebe,
que no hay candor que se niegue
Al tacto impar del poeta.

Un verso inquieto navegas,
buscando en tinta palabras
que en lágrimas derramadas
naufragan en tus arenas.

Tu corazón es un río,
escándalo entre cristales
que limpio y apabullante
en presa vive cautivo.

Sal ya del sueño impaciente
y deja libre tu pecho,
porque tu amor entre versos
se nubla y se reblandece.

No te detenga el recuerdo,
y no te frene la aurora,
si acaso el tiempo demora,
no tarda tanto el deseo;

si en ti la flor se ha mostrado,
preciso es fiarte del cielo,
que en cada pétalo añejo
te nombra un verso azulado.

Razones

En este ligerito proceso de adaptación a la escritura, he tenido que vomitar muchas palabras para empezar a reencontrar un poco de la coherencia que solía tener. No es este el primer blog que hago, pero espero firmemente que sea el último. De cierta manera, siempre he tenido la añoranza de poder escribir libremente y publicarlo del modo que sea posible, porque desde hace muchos años me asumí escritor y, según mis poco afortunados cálculos, poeta.

He pasado buena parte de mi adultez leyendo más que escribiendo. Se volvió un hábito (a veces malsano) que heredé de la licenciatura. Odioso como pocos, esta costumbre de leer ajeno se convirtió en un amargo pasatiempo y en una vocación suicida.

Cuando he podido escribir, siempre ha sido también ajeno. Entre entradas de diccionario, redacciones técnicas, correcciones de tesis que no son mías, escritura de asuntos que no me importan y revisión de cosas que medio entiendo, me he pasado buenos años de mi vida postergando el momento de ejercitar el noble oficio para el que según mi versión más adolescente, me escapé de las ciencias médicas: escribir.

Si de pronto opté por lanzarme al vacío con esta empresa, no es por vanidad ni por encono, sino por una deuda personalísima que he decidido saldar en este año bisiesto al que espero sobrevivir inerme.

Sea lo que sea.

Una hogaza de pan

México, 2020. Coronavirus, pandemia, confinamiento. El fastidio de no salir, de depender del delivery y de estar harto de comer lo que llega hasta la puerta porque ni de coña me lanzo al supermercado o a la recaudería o a la pandería. Ni lo mande Dios. Pasé de la comida de puestito y restaurante a la comida casera y a recuperar por obligación el viejo pasatiempo de cocinar. Divertido, sin duda, y apasionante. Pedí un wok por Amazon para hacer arroz estilo chino; desempolvé la freidora y le saqué los cachivaches al horno para poderlo usar regularmente. Casi, casi, el proceso típico de un millenial en pandemia. Y como buen millenial, gracias al influjo ineludible de las redes sociales, di con la magia del gluten.

Sucede que entre la campaña contra la obesidad y el embate a los productos procesados y los tres sellos del mal en los etiquetados comerciales, prácticamente comer era un riesgo. Y como soy celoso de la influencia mediática y un paranoico de los males colectivos, sabiendo que el pan de panadería no siempre está libre de aditivos y procesos dudosos, decidí que probaría hacer mi propio pan.

Aparentemente sólo necesitaba harina, agua, levadura y sal. Tiempo y un algo de paciencia. Así que me dije: “chingue su madre, jalo”. Y jalé. Mi amigo panadero, creador indiscutible de la Doncha, me dio las instrucciones precisas para hacer mi primer pan. Una receta un tanto compleja que incluía agua fría, vinagre, harina integral y lo que ya se sabe y, en unas horas, estaba yo partiendo mi primera hogaza de pan, amasada como pude, formada como me dio a entender la sagrada divinidad y horneado como mejor era posible con un horno de casa que no tiene vaporizador. No les diré que quedó muy rico, pero sí era mejor que la mayor parte de los panes conseguibles en mis alrededores. Y entonces me dije: “Ni en pedo vuelvo a comprar un pan en panadería”. Y lo he cumplido casi a cabalidad.

Con el paso de los días, me dio por hacer más experimentos y entre ellos, empecé a hacer barras de pan con diversos sabores según los polvos y aliños mágicos que tenía en casa. Y así, por andar de presumido, le regalé algunas piezas a mi familia. Y sorpresivamente, les gustó, tanto que me dijeron: “Oye, ¿y si nos vendes unas piezas?”. Y como soy un aventurado sin escrúpulos que difícilmente se raja de esa clase de desafíos, dije que sí, que claro que les vendía pan. Y bueno, ahí nació La Mandrágora, mi panadería virtual que se ha vuelto un oasis en mi vida y que me convirtió en panadero. Sí, soy panadero. Y todo por una hogaza de pan que provino de mi berrinche de no comer más bolillo correoso y pan dulce que se hace duro en seis horas.