Me reencontré en tu voz, vivificado,
y en tu paciencia atónita, infinita,
redescrubrí la pérdida contrita
del cáliz de tu vientre venerado.
Yo florecí en tu piel, y sin pecado,
me sumergí en tu dermis exquisita
como quien busca a tientas la bendita
fascinación perenne de lo amado.
Qué es mi dolor si no el renacimiento
de las terribles horas en que extraño
tu corazón latiendo junto al mío;
qué es mi temor si no el abatimiento
de estas columnas frágiles al daño
de estar sin ti, sin mí, muerto de frío.
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