Al esperarte extraño
la delgadez inicua de tus manos
–antojo perenne, innecesario–
que se conjuga todo
en un recuerdo apenas sostenido.
Yo qué sabré de lo que sientes
–pregunta necia–
si es más potente lo que callas
que lo que digo yo, que lo que hacemos.
Es una paradoja
porque entre más te extraño más te quiero 
y me faltas menos todavía. 
Es que tu ausencia toda
–erróneamente soslayada–
me desenfrena el miedo y la avaricia
de acariciarte a solas sin tocarte. 
Pero me está prohibido
–por una fuerza que quizá no entiendo–
lanzarme al viento, alzar el vuelo,
irracional y oscuro, temerario:
si tú eres un abismo
incierto, sin salida,
poco podrán mis alas
contra el extremo peso de la nada. 
Este irascible empeño
me ha de costar la voz y la poesía,
me estrellará de bruces
contra el finito afán de mis arrojos,
porque tu ausencia milenaria
más que dolor es tóxica agonía 
a la que accedo voluntariamente.

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